JACQUES IBERT
(París 1890 – 1962)

Concierto para flauta y orquesta

(1934) – 19

Allegro
Andante
Allegro scherzando

Francisco López, flauta

 

PAUSA 20'

 

ANTON BRUCKNER
(Ansfelden, Austria 1824 – Viena 1896)

Sinfonía n.º 7 en Mi mayor

(1881-1883) – 64

Allegro moderato
Adagio: Sehr feierlich und sehr langsam
Scherzo: Sehr schnell
Finale: Bewegt, doch nicht schnell

Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña
Francisco López, flauta
Kazushi Ono, dirección

 

PRIMEROS VIOLINES Birgit Kolar *, concertino invitada / Raúl García, asistente de concertino / Maria José Aznar / Sarah Bels / Walter Ebenberger / Ana Galán / Natalia Mediavilla / Katia Novell / Pilar Pérez / Anca Ratiu / Jordi Salicrú / Paula Banciu* / Ana Kovacevic* / Laura Pastor* / Yulia Tsuranova*  SEGUNDOS VIOLINES Emil Bolozan, asistente / Maria José Balaguer / Jana Brauninger / Claudia Farrés / Mireia Llorens / Melita Murgea / Josep Maria Plana / Cristian Benito* / Asia Jiménez* / Ariana Oroño* / Marina Surnacheva* / Aria Trigas* / Oleksandr Sora*  VIOLAS Aine Suzuki, solista / Adolfo Hontañón*, asistente invitado / David Derrico / Christine de Lacoste / Sophie Lasnet / Jennifer Stahl / Miquel Serrahima / Andreas Süssmayr / Irene Argüello* / Bernat Bofarull* / Johan Rondón*  VIOLONCHELOS José Mor, solista / Olga Manescu, asistente / Vincent Ellegiers / Marc Galobardes / Jean-Baptiste Texier / Yoobin Chung* / Daniel Claret* / Horia Mihon* / Joan Rochet*  CONTRABAJOS Christoph Rahn, solista / Dimitri Smyshlyaev, asistente / Jonathan Camps / Albert Prat / Felipe Contreras* /  Nenad Jovic* / Miguel Pedraza* FLAUTAS Alberto Acuña*, solista invitado / Beatriz Cambrils  OBOES Dolores Chiralt, asistente / Jose Juan Pardo  CLARINETES Josep Fuster, asistente / Alfons Reverté  FAGOTS Thomas Greaves, asistente / Slawomir Krysmalski, contrafagot  TROMPAS Juan Manuel Gómez, solista / Joan Aragón / Juan Conrado García, asistente / Pablo Marzal, asistente de tercero / David Bonet / Julio Blanco* / Carles Chordà* / David Cuenca*  TROMPETAS Mireia Farrés, solista / Adrián Moscardó / Andreu Moros *  TROMBONES Eusebio Sáez, solista / Vicent Pérez / Miquel Sàez*, trombón bajo  TUBA Daniel Martínez * TIMBALES Juan Marco Pino, asistente  PERCUSIÓN Juan Francisco Ruiz / Ignasi Vila

ENCARGADO DE ORQUESTA Walter Ebenberger  
RESPONSABLE DE DOCUMENTACIÓN MUSICAL Begoña Pérez
RESPONSABLE TÉCNICO Ignacio Valero
PERSONAL DE ESCENA Luis Hernández *

COMENTARIO

por Andreas Gomà

Hoy comparten reivindicación musical dos autores que, de alguna manera, han sido rechazados por la ortodoxia de crítica y público de su tiempo, a través de las obras probablemente más favorecidas de sus respectivos catálogos. Pero cuando hablamos de personalidades tan incomparables como Anton Bruckner y Jacques Ibert, no hay lugar para las similitudes.

Por un lado, tenemos a Bruckner un hombre que se toma tan en serio su designio como compositor que, cuando confía en su acierto (como con la séptima), lo encomienda a una inspiración superior, mientras que, ante la falta de confianza y la presión por el juicio externo, se siente impelido a revisar sus obras incesantemente. Y parte de la culpa de lo peor la tiene a quien más debe en lo mejor: Richard Wagner, fuente de inspiración innegable, a la vez le puso la losa de incluirle como miembro honorífico entre las 'tres grandes B', junto con Johann Sebastian Bach y Ludwig van Beethoven (con toda malevolencia en la omisión de Johannes Brahms).

En cambio, Ibert, que no tuvo la suerte ni la desgracia de un protector tan destacado, sabe vivir de buen humor, en el ámbito personal y en el musical, abierto a todas las corrientes, solo en deuda con su libertad: se siente tan poco ligado a la razón de Estado que recibir la máxima condecoración por los servicios prestados en la Primera Guerra Mundial no le impide huir durante la Segunda, con la destitución consiguiente por parte del Gobierno de Vichy y la prohibición de interpretar sus obras. Su vocación compositiva, tan galardonada como la bélica, tampoco le impide ganarse la vida en funciones administrativas. Así se entiende que alguien tan fiel solo a sí mismo tampoco se adscribiera a ninguna de las corrientes de estilo musical dominantes de la época, a saber, el impresionismo francés y el expresionismo alemán. “Todos los estilos son válidos si de ellos se deriva música”, era su credo ecléctico. Un eclecticismo que, por otra parte, se amoldaba a las nuevas corrientes emergentes: el Neoclasicismo y la Nueva Objetividad. Estos, a su vez, beneficiaron el renacimiento de un instrumento como la flauta, que en el Romanticismo fue bastante olvidado como solista de concierto, precisamente por su color demasiado ‘objetivo’ y por la modulación limitada respecto a los instrumentos de cuerda. Sin embargo, el cambio del ideal sonoro en la primera mitad del siglo XX propició un nuevo impulso, con compositores como Ferruccio Busoni, Gustav Holst, André Jolivet, Frank Martin y Bohuslav Martinu al lado de Ibert. Su concierto fue escrito en el año 1934, ligado, como suele pasar, a un intérprete extraordinario, en este caso, Marcel Moyse, gran virtuoso e impulsor de la flauta en Francia, que lo estrenó en 1936. La reacción del propio Ibert al escuchar el estreno por la radio —“sonriendo, como si la escuchara por primera vez y se sorprendiera con delectación”— ya habla del carácter de la obra, explosiva y desenfrenada, a pesar de no abandonar el marco barroco, con la forma típica de danza tripartita que recuerda la alemanda, la zarabanda y la giga. El inicio hace pensar en un Wolfgang Amadeus Mozart desbocado: sin apoyo rítmico ni armónico para el oído, se convierte en un reto para el solista y la orquesta en conjunto, que deben coordinarse perfectamente para no perder la continuidad en los cambios constantes entre 2/4 y 3/8. El segundo movimiento transporta a un oasis en calma, en el que la armonía ya vira hacia el jazz, y la paleta cromática de la flauta se funde deliciosamente con los vientos madera, en una demostración que sabe sonar a oboe, a clarinete o, incluso, a saxófono. La esfera jazzística se mantiene en el último movimiento, y la ‘giga’ (más bien saltarello), de una elasticidad dinámica vigorosa a pesar de su enorme dificultad, aún reserva una cadencia para el final, desafío sin duda deportivo para poner a prueba la condición física del intérprete, que, después de 20 minutos de espectáculo, todavía ha sabido guardarse lo más difícil para el final. No es extraño que esta obra disfrute de predilección en los programas de concursos.

En cuanto al éxito de la obra de Bruckner, inusual como decíamos, posiblemente se deba a sus aparentes momentos programáticos, es decir, 'psicológicamente' descriptivos, en un compositor que buscaba siempre una escritura 'pura', sin más relato que lo que surgía de las relaciones formales entre las secciones. Este rasgo, que le confiere la solidez y la anchura arquitectónica características, debió de parecer, sin embargo, pesado y arcaico a un público más habituado a los parafraseos episódicos del Romanticismo. Sin embargo, parece que la séptima sinfonía añada a su estabilidad angular una conmoción pasional que encadena tanto escenas dramáticas como paisajes interiores. Así, el “Scherzo” fue compuesto bajo la impresión del incendio del Ringtheater vienés, contiguo a la residencia del compositor, en 1881. El acompañamiento inquieto de las cuerdas sugiere el chispazo de las llamas y el pánico de la gente , mientras que el tema de la trompeta recuerda el cuerno de los bomberos. El adagio pretendía originariamente evocar una marcha fúnebre para las víctimas, antes de que la muerte inminente de Wagner le hiciera añadir la idea de un homenaje personal. Pero es igualmente cierto que el tema cromático del primer movimiento, el más largo que Bruckner escribió, recuerda ya su mentor. Lo mismo podemos decir de la figura melódica lamentosa del segundo tema y del contrapunto inspirado en Die Meistersinger von Nürnberg (Los maestros cantores). Sin embargo, la gran cohesión formal a través de las transiciones dinámicas entre secciones tonales y de la transformación de los temas es inconfundiblemente bruckneriana. Lo que hay en el fondo no es, pues, ninguna consecución descriptiva de estados emocionales, sino partes que se funden en una totalidad perfectamente equilibrada, y es sólo gracias a ese equilibrio que la monumental coda final alcanza un efecto catártico.

Naturalmente, las alusiones a Wagner son todavía más explícitas en el “Adagio”, con las tubas wagnerianas que confieren a la orquesta una dimensión de profundidad adicional. La ‘traducción programática’ de la muerte se da en el momento en que esta ocurrió realmente, cuando Bruckner escribía la coda, que, en consecuencia, convirtió en melodía fúnebre (expuesta, naturalmente, por las tubas wagnerianas). Este movimiento no ha dejado de transportar su efecto de hechizo a las generaciones venideras, entre las cuales no podemos omitir la sórdida veneración de Adolf Hitler, que lo hizo emitir por la radio para anunciar su muerte. Podemos sospechar que él solo admiraba a Wagner a través de Bruckner.

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